Adorar a Dios es una de las experiencias humanas más profundas y transformadoras. A través de ella, recordamos a Dios invocando Su nombre, agradeciendo, sirviendo, contemplando o suplicando. Dios nos dice que está cerca de nosotros, que no estamos separados de Él. No somos Dios, pero sí somos parte de Él.
Dios dice en el Corán (Qaf:16):
¨Nosotros creamos al ser humano. Sabemos lo que su alma le dice. Estamos más cerca de él que su vena yugular¨.
Cuando suplicamos, reconocemos que necesitamos a Dios en cada instante de nuestra vida. Si somos conscientes en nuestra súplica, afirmamos que solo Él tiene el poder de conceder lo que verdaderamente necesitamos. Él es la causa primera de todo y el único que puede satisfacer nuestras necesidades. Todo lo demás son medios.
En el Corán (Al-Baqara, 2:186), Dios dice:
«Cuando mis servidores te pregunten por Mí, diles que ciertamente estoy cerca de ellos. Respondo las súplicas de quien Me invoca.»
Pero ¿entendemos realmente qué significa invocar a Dios? ¿Sabemos cómo pedir, qué pedir, o incluso por qué pedimos? ¿Por qué pedimos si Dios todo lo sabe?
Es natural preguntarnos por qué debemos pedir algo a un Dios que lo conoce todo: lo que ha ocurrido, lo que ocurre y lo que ocurrirá. En realidad, no suplicamos para informarlo de nuestras necesidades, porque Él las conoce mejor que nosotros. Suplicamos para situarnos en la verdad de lo que somos: criaturas vulnerables que, aunque dotadas de una pequeña voluntad, no podemos hacer nada sin Su voluntad. ¡Lo necesitamos!
La súplica sincera es un acto de humildad y autoconocimiento. Humildad, porque revela que no somos dueños de nuestro destino ni tenemos control sobre nada. Autoconocimiento, porque nos permite una relación íntima con el Creador. Al pedir aprendemos a conocernos y así, nos acercamos a Él.
La súplica nos conecta con el atributo divino As-Samad: Dios no necesita nada y todos dependen de Él . Él sabe qué es lo mejor para nosotros, incluso antes de que nosotros lo sepamos. En última instancia, tomamos conciencia de que lo importante no es lo que pedimos, sino quién nos lo da y cómo nos lo da. No debemos apegarnos al resultado que buscamos, sino buscar la cercanía con Dios.
A veces lo que pedimos no llega, o llega de otra forma, porque Su sabiduría (Al-Hakim) va más allá de nuestro entendimiento. La súplica, entonces, requiere apertura, fe y aceptación. Suplicar no es exigir, es confiar. Si aceptamos esta verdad, también podremos aceptar Su respuesta, aunque no coincida con nuestros deseos. Más bien, la súplica nos permite ir viendo cómo se manifiesta nuestro destino.
Si realmente fuéramos conscientes y tuviéramos fe, quizás no necesitaríamos pedir nada. Confiaríamos plenamente en que Dios dispone lo mejor para nosotros, y lo aceptaríamos complacidos.
Cuando suplicamos, en el fondo estamos pidiendo que Sus atributos se manifiesten a través de nosotros. Pedimos sabiduría, paciencia, compasión, generosidad, fuerza, justicia… Y cuando estos dones se manifiestan, comprendemos que no provienen de nosotros, sino de Él. Suplicamos para convertirnos en canales de la acción divina. Así, a través de la súplica, nos alineamos con Su voluntad.
Para que nuestras súplicas se concreten, se requieren tres elementos esenciales: conocimiento, voluntad y poder.
El conocimiento implica comprender qué estamos pidiendo y por qué. Una súplica sin discernimiento puede ser estéril.
La voluntad es la disposición interior a actuar, a alinearnos con lo que pedimos. No basta con pedir paz o compasión si no estamos dispuestos a practicar estas virtudes.
El poder (Al-Qadir) es la capacidad que Dios nos concede para actuar en consecuencia. Cuando suplicamos con sinceridad, Dios puede otorgarnos el poder y la fuerza (Al-Qawi) necesaria para cumplir aquello que pedimos. Así, el acto de suplicar nos convierte en participantes activos en su realización. Dios quiere que ejerzamos el poder que nos da para manifestar Sus atributos y llegar a ser verdaderos seres humanos. La activación nace de la necesidad y así me convierto en copartícipe del proceso.
Dios dice en el Corán (An-Najm, 53:39):
«El ser humano no obtendrá sino aquello por lo que se esfuerce.»
Se cuenta que un derviche llegó a un pueblo azotado por una sequía. Los habitantes, angustiados, llevaban meses rezando a Dios para que les enviara lluvia, pero no pasaba nada. Le pidieron entonces al derviche si él podía suplicarle a Dios para que lloviera. El derviche accedió, pero pidió primero que quería recorrer el pueblo.
Durante su caminata, se detuvo ante una casa que tenía el techo derruido, donde vivían dos hermanos huérfanos. Al conversar con ellos, los hermanos le dijeron al derviche que, como no tenían dinero para arreglar el techo, rezaban para que no lloviera ya que cuando llovía se mojaban y a menudo se enfermaban. Entonces el derviche pidió a los vecinos que ayudaran a reparar la casa. Los vecinos, conmovidos, colaboraron con entusiasmo. Una vez terminada la reparación, el derviche hizo su súplica… y comenzó a llover.
En esta historia Dios manifiesta Su conocimiento divino (‘ilm ladunī) a través del derviche, mostrándole a la comunidad que la súplica verdadera debe ir acompañada de consciencia, compasión y acción.
Expresamos nuestro anhelo, pero confiamos en la sabiduría y la misericordia divina. No exigimos resultados, sino que nos abrimos a lo que Dios disponga. Esta aceptación es, en sí misma, una forma de adoración.
Y, en todo este proceso, confiamos en que Dios también manifestará Su misericordia (Ar-Rahman) para que todo resulte.
Comentarios recientes