Dios dice en un hadiz qudsi:
«Era un tesoro escondido, amaba ser conocido y creé la creación.»
Esta afirmación tiene implicancias muy profundas, ya que resume la razón de nuestra existencia.
Antes de la creación, este tesoro solo existía en la esencia del Creador: oculto, no visible. Cuando Dios crea todo, ese tesoro —bello y valioso— se hace visible, y al ser tan hermoso, nos atrae. Es un regalo que Dios le da a la creación en un acto de amor incondicional. ¿Para qué nos da ese regalo? Para que podamos conocerlo; para darle sentido a nuestra existencia.
Cuando Dios creó el universo, también creó al ser humano como lo mejor de la creación, soplando en nosotros Su alma, haciéndonos así conscientes de Su existencia. Todos los seres humanos tienen una parte divina —el alma, eterna, que pertenece a Dios— y una parte material, donde habita el ego, ligado a la ilusión de este mundo temporal. Así como el alma se siente atraída por su Creador, el ego se siente atraído por la materialidad.
La interacción entre alma y ego define el nivel de desarrollo espiritual del ser humano, lo que en árabe se denomina nafs. El nafs es el estado en que se encuentra el ser humano en esta lucha interior. Cuando el nafs está dominado por el ego, predomina el lado material: se manifiesta como denso, poco refinado, egoísta y egocéntrico, preocupado solo de satisfacer sus propias necesidades, sin límites, indiferente al resto. A medida que el alma comienza a tomar protagonismo, el ser humano se vuelve más sutil, más liviano, y se acerca a su Creador.
Podríamos decir que hemos levantado mil velos que nos separan de Dios. Y a medida que progresamos espiritualmente, esos velos —que separan lo aparente de lo bello— se disipan. Lo aparente es cómo la mente percibe el mundo a través de los sentidos; lo bello es cómo Dios se manifiesta en la creación. Los velos representan nuestros apegos, egoísmos, imaginaciones engañosas, etc., que nos impiden acercarnos a Dios y ver la belleza de Su manifestación.
Esto no significa que lo aparente sea malo o que el mundo sea perverso. El conflicto surge de cómo nos relacionamos con él. El problema es nuestro, no del mundo. Es precisamente en el mundo donde aprendemos a relacionarnos con Dios, en el día a día, en cada experiencia. No resolvemos nada negando o huyendo del mundo. En otra revelación divina, Dios dice:
«¡Mundo! Si mi servidor, al verte, se olvida de Mí, conviértete en un tirano y hazlo tu esclavo; pero si al verte se acuerda de Mí, conviértete en su servidor.»
A Dios no lo podemos ver, tocar ni concebir. La única manera de acercarnos a Él es conociendo y manifestando Sus atributos, que están presentes en todo momento y lugar. Si no los percibimos, es porque estamos demasiado absortos en la materialidad.
Debemos entender que este tesoro no se revela a través de los sentidos, sino que se percibe en toda su magnificencia cuando se abre el ojo del corazón (basira), el verdadero discernimiento que se activa cuando el centro espiritual del ser humano (qalb) es purificado, es decir, liberado de la influencia del ego.
La compasión, la misericordia, la paciencia, la generosidad, la justicia, la sabiduría y la confianza son algunos de los atributos divinos. Los miles de profetas que han venido al mundo —siendo Adán el primero y Muhammad el último y sello de la profecía— son ejemplos de cómo manifestaron esos atributos en beneficio de la creación.
Nuestra relación con el mundo suele ser conflictiva. Nos cuesta ver oportunidades donde hay tensión. Tendemos a ver lo opuesto como contradictorio, en lugar de integrarlo. Sin embargo, existe una fuerza superior que puede armonizar estas tensiones: el amor. Esa disposición que busca el bien del otro por sobre el propio, que desea ser un aporte sin esperar nada a cambio. Lo único que nos mueve es el deseo de darnos por el bien del otro.
En resumen, para entender mejor el hadiz qudsi: «Era un tesoro escondido, amaba ser conocido y creé la creación», podemos decir que es un acto de amor: un tesoro que Dios nos entrega para que podamos conocerlo. Nos crea para que, por amor a la creación, Él manifieste Sus atributos a través nuestro, en beneficio de todo lo creado.
La religión es el medio que nos permite alcanzar ese objetivo. Imaginemos que la religión es un avión en el que todos viajamos y cuya pista es la inteligencia. El avión toma velocidad: es el aprendizaje, el inicio del camino hacia Dios. Luego, el avión se eleva: la inteligencia cede paso al amor. Es decir, la religión necesita la inteligencia, pero no puede depender solo de ella. Para profundizar nuestra relación con Dios, debemos abrir el corazón.
La religión —ese avión— tiene dos alas que la sustentan: una es el conjunto de códigos morales, normas, ritos y ceremonias que nos enseñan a comportarnos; la otra es la capacidad de ver la belleza en toda la creación, de integrar los polos que solemos ver como antagónicos.
Se dice que la religión es tener buena moral. El ser humano tiene una naturaleza innata para el bien, pero al relacionarse con el mundo, se contamina, pierde su pureza y olvida su origen. Descubrir ese tesoro es retornar a nuestro origen, a ser verdaderos seres humanos.
En el Corán se relata que unas personas salen a pescar y quedan a la deriva, sin viento que los lleve de regreso. En su angustia, rezan a Dios para que los ayude. Al poco tiempo, una brisa los impulsa de vuelta. Al llegar, abrazan a sus familias y dicen que si no fuera por el viento, habrían quedado a la deriva. El error está en agradecer al viento, y no a quien lo envió. Agradecen al medio y no a la causa. ¡Cuántas veces hacemos lo mismo!
Si quiero ver la verdadera realidad, debo abrir el corazón. Solo así puedo percibir la causa primera, la realidad oculta detrás de lo evidente: Sus atributos. Pero cuidado: solo siendo un canal para la manifestación de esos atributos me convierto en un verdadero servidor, en beneficio de la creación, y me uno al Creador. Los atributos no son míos. Si creo que lo son, la conexión con Dios se corta.
¡Qué alivio confiar en Dios!, un poder infinitamente compasivo y misericordioso que tiene control absoluto para beneficiar a Su creación. Pero esto no significa que, como Él lo controla todo, no debo hacer nada. Al contrario: se trata de una acción conjunta. Dios dice en el Corán: «No les daré nada por lo cual no se hayan esforzado.» En otras palabras: si quiero ver brotes, debo regar las plantas.
El camino sufí (tariqa) nos muestra la verdad oculta (haqiqa), y esta verdad nos revela que Dios es el único que actúa. Nosotros solo somos instrumentos de Su manifestación. Y nos convertimos en verdaderos seres humanos cuando aceptamos que no solo es el único que actúa, sino que Dios es lo único que existe (ma‘rifa). Si logramos comprender esto profundamente, entonces hemos hallado el verdadero sentido de la vida.
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